Todos los días, al empezar la mañana, ella sorprendía al pastor con un obsequio; un cinturón, una mochila, un chinchorro; todos con variados diseños y tejidos con hijos multicolores. El hombre desconocía cómo hacía ella para proporcionarle tantos regalos. Una noche decidió seguirla y descubrió que, al esconderse el sol, Waleker se convertía en una doncella de cuya boca salían hilos de hermosos colores, que luego tejía con gran destreza hasta crear las obras de arte que le ofrendaba.
Al sentirse descubierta la joven escapó y, convertida en araña, se escondió detrás de la vegetación de Macuira, en el hoy parque nacional de La Guajira. Pero todos sus tejidos quedaron en la casa del pastor, que invitaba a los indígenas wayuu para que vieran el arte de Waleker. Así aprendieron poco a poco, al ver los estilos y tejidos colores.
Esta historia es un mito que se cuenta desde hace siglos entre tejedoras wayuu, cada vez que se reúnen a compartir sus conocimientos. “Antes de que llegaran los españoles, nuestros ancestros ya sabían tejer”, dice Conchita Iguarán, maestra artesana y líder en su comunidad.
Las figuras que se plasman en los tejidos forman parte del día a día. La iconografía está inspirada en la naturaleza.“Todo lo que en medio de nuestro entorno tuviera una figura geométrica servía de inspiración para crear nuevos diseños: las tripas de la vaca, la nariz de toro, la vulva de la burra, el ojo del pescado e incluso la cabeza de la mosca”, describe Iguarán, sentada en una mecedora mientras cruza hilos entre sus dedos para convertirlos en una sola pieza.
Conchita confiesa que tejer es más que un trabajo con el que lleva el sustento a su casa. “Mis hijos me dicen que soy adicta al trabajo, porque empiezo a tejer muy temprano y termino muy tarde, pero es más que eso, es una pasión que recorre mi cuerpo. Es la esencia de las mujeres wayuu, la raza que represento” . Así justifica la mujer de 63 años los hilos que están en su habitación, en la mesita de noche; las mochilas y chinchorros que cuelgan en cada rincón de su casa, en el centro de Uribia.
Las mujeres que tejen en las rancherías arrancan sus labores a las 5:00 de la mañana y a las 7 de la noche terminan la jornada. Para hacer una de las mochilas, pueden tardar hasta un mes, pero si el hilo es negro incluso tardan el doble.
No es raro observarlas tejiendo bajo los rayos del sol, con las caras cubiertas de un bloqueador color negro hecho de cebo de chivo y hongos. Al verlas, solo se identifican sus miradas y las sonrisas que muestran su gratitud cuando les compran sus productos.
Conchita aprendió a tejer a los 8 años y desde entonces no ha parado de crear y de romper esquemas. Sus tejidos la han llevado a las grandes pasarelas de moda en el mundo, como en Milán. Y así como ella, cientos de mujeres más han salido a compartir su arte con el mundo.
Incluso las mujeres más jóvenes, que quieren seguir con sus raíces pero deciden complementar el arte ancestral con el diseño de modas. Las manillas se convirtieron en brazaletes de lujo y mochilas en bolsos con pedrería, dignas de un accesorio de coctel.
La vida y el mundo cambia, en tanto que el arte evoluciona. Este oficio dejó de ser solo cuestión de mujeres. Hoy incluso los hombres lo practican. Ellos se encargan de hacer las piezas que requieren más esfuerzo físico, como los soportes o las colgaderas de las mochilas. Ahora saben Waleker, más que bellas obras, dejó el tejido que hace latir el corazón de una raza.
Fuente: SEMANA RURAL